Sus manos sostenían el almuerzo

Sus manos sostenían el almuerzo. Era un plato de frijoles.

Adjunto al pedazo de pezuña de cerdo y el plátano verde mal picado, se hallaba un hogar. El plato hondo bordado de flores desteñidas testificaba en silencio su uso diario, pero era el vejestorio que mejor demostraba su utilidad – por más maltratado que estuviera. Esto no era impedimento para que el manjar leguminoso rebozara de un sabor casero inconfundible al gusto y al olfato. La sal del amor puro y el hogao de la buena voluntad, mezclados conformaban un regalo al paladar. Su poder místico, más allá de llenar barrigas y alimentar el cuerpo, contenía nostalgia. Mis papilas reconocían un ingrediente secreto; una llave a profundos recuerdos infantiles. Una cocina de baldosas amarillentas y un olor a canela en la piel de una mujer. ¿Frijoles con canela? ¡Obvio que no! Aunque con ella no se sabe. Pero ese era el recuerdo. Tangible a los sentidos. Sensibles al tacto.

Volviendo en sí, terminando ese estupendo festín, la miré de forma agradecida. Ella no era la misma de la visión regresiva. Ni se parecía en lo más mínimo. Sin embargo, en esa habitación de techos metálicos porosos, la abracé. Extrañada, nunca dejó de sonreír. Con ese acto simple y natural reflejó la belleza de sus años. Los ojos de la experiencia y la disciplina. ¡Ahí estaba el detalle! Ese era el espejo de la remembranza. ¡No eran los frijoles! Qué tontería. Que absurda pero bella melancolía.

Anterior
Anterior

El papel

Siguiente
Siguiente

Maquillaje