Historia sin prosa, pero con helado

Una niña corre hacia nosotros con dos helados. Interrumpe nuestro competitivo juego de tirarnos una pelota de tenis el uno al otro, nos da los apetitosos conitos, y no dice: «se los mandó mi mamá, dice que les conoce».

Un poquito confundidos, pues la señora se encuentra a una considerable distancia, le agradecemos a la niña y decidimos hacer lo mismo con la mamá.

Al acercarnos, reconocemos no solo a la señora, sino a su anciana madre, quien nos sonríe justo como el primer día en la que la conocí: recolectando botellas en la acera trasera del edificio donde trabajaba Giancarlo.

Al despedirnos de ellas, representantes sanguíneas de tres generaciones, pienso en cuántas botellas —a precio de intercambio de 5 centavos en NY, CT, NJ– se necesitan para pagar por el helado que estoy comiendo, pero como soy mala para las matemáticas, abandono el cálculo de inmediato.

Lo que me abandonó es el sentimiento del gesto, recordatorio que me aterriza de nuevo a lo que fuimos, chambeadores de calle, los ‘hustlers’ de la basura.

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